El ajedrez es un juego milenario. Tal como lo conocemos en la actualidad, tiene más de cinco siglos de existencia, ya que su modificación definitiva ocurrió en el transcurso del siglo XV, en los albores del Renacimiento europeo. Sin embargo, en esencia es mucho más antiguo pues, se cree, proviene del “chaturanga”, juego que se practicaba en la India por el siglo V antes de nuestra era. De ahí llegó a Persia y luego apareció en Europa cuando los árabes conquistaron la España medieval en el siglo VIII. En el lapso de un siglo o dos, el ajedrez ya era jugado por todo el continente, incluso en Rusia, difundido por soldados y comerciantes. El ajedrez ha tenido cambios constantes a través de los siglos hasta llegar a su forma actual.
Sin embargo, otras hipótesis lo relacionan con juegos de tablero egipcios, babilónicos y romanos. En resumen, puede decirse que un velo de misterio rodea la fascinante historia del ajedrez. Al respecto existe una bella y aleccionadora leyenda sobre el origen del juego que merece ser conocida y difundida:
A principios del siglo V de nuestra era había en la India un joven monarca, muy poderoso y arrogante, el rey Shirham. Éste, aburrido de los juegos de azar superfluos, ordenó a su ministro, el sabio Sisa, inventar un juego de ingenio digno de su realeza. Sisa le mostró el ajedrez y aprovechó para darle una lección de humildad al rey. Le demostró, conforme le enseñaba las reglas del juego, que era imposible derrotar a los ejércitos enemigos sin el total apoyo de su séquito. Cada pieza en el ajedrez y cada soldado de su ejército debían armonizar sus fuerzas para la victoria final, siempre protegiendo la vida del rey, la pieza más vulnerable del juego. El rey Shirham, que comprendió la alegoría, se maravilló del nuevo juego y ofreció la recompensa que su ministro considerase adecuada. Sisa no solicitó oro ni diamantes sino una cantidad de trigo distribuido del siguiente modo: un grano de trigo por la primera casilla del tablero de ajedrez, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, 16 por la quinta, 32 por la sexta y, en ese orden progresivo, hasta cubrir los 64 cuadros. Al monarca le pareció muy modesta esta extraña petición y ordenó a sus tesoreros que fueran por el trigo. Sin embargo, al hacer los cálculos necesarios se dieron cuenta de la fabulosa cantidad de granos de trigo que debían conseguir, muy superior a todos los tesoros del Imperio. El rey no pudo cumplir su compromiso y así se consumaba la segunda lección, esta vez de prudencia y sagacidad.
Resulta que todo el trigo de la India no era suficiente para recompensar a Sisa, pues se necesitaban nada menos que 18.446.744.073.709.551.615 (dieciocho trillones, cuatrocientos cuarenta y seis mil setecientos cuarenta y cuatro billones, setenta y tres mil setecientos nueve millones, quinientos cincuenta y un mil seiscientos quince granos de trigo, resultado de la suma de la progresión geométrica: 2 elevado a 64, menos 1).
Resulta que todo el trigo de la India no era suficiente para recompensar a Sisa, pues se necesitaban nada menos que 18.446.744.073.709.551.615 (dieciocho trillones, cuatrocientos cuarenta y seis mil setecientos cuarenta y cuatro billones, setenta y tres mil setecientos nueve millones, quinientos cincuenta y un mil seiscientos quince granos de trigo, resultado de la suma de la progresión geométrica: 2 elevado a 64, menos 1).